No en todas partes es así. Pongamos, por ejemplo, Dinamarca, en donde estoy pasando un par de semanas. Desde el asunto de las caricaturas de Mahoma, y desde mucho antes en realidad, uno de los debates que monopoliza el espacio público es la inmigración y la identidad de los daneses. Nada nuevo bajo el sol. En la prensa ya han puesto las etiquetas: de una lado, los defensores a ultranza de la nación y sus valores, de la libertad de expresión a ultranza y de la islamofobia (que es más miedo que odio a los musulmanes); de la otra, los multiculturalistas y socialdemócratas fanáticos de la diversidad. Los primeros suelen ser retratados como provincianos de edad avanzada con zuecos, o como elegantes jóvenes cínicos. Los segundos cubren un espectro más amplio, pero un rasgo los acomuna: el caffe latte (sic). Se habla, pues, del segmento caffe latte. Hace unos años en Dinamarca se podía tomar café malo y añadirle crema o leche, de igual modo que para comer solo había salchichas y carne de cerdo con patatas y salsa marrón. Poco más. Ahora en cambio se observa una verdadera epidemia de locales para tomar café, o comprar enormes vasos para llevar. Y todos sueltan italianismos como si estuviéramos en la Basilicata, por decir algo. Los socialdemócratas bienpensantes resultan ser, o eso dicen los periodistas (tan dependientes de los estereotipos), el objetivo comercial de esta plaga de cafeína latinizada. En el otro extremo de Europa, pues, el café con leche tiene resonancias modernas.
No hay banalidad que por bien no venga.
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